Relación entre el ADN, el estrés y las emociones
El ADN se establece en el momento de nuestra concepción. Esta información genética es la herencia recibida de nuestros padres que no permanece inamovible sino que está sometido a influencias externas.
El estrés, los traumas y la exposición prolongada a radiaciones o sustancias nocivas, el estilo de vida pueden influir en la información del ADN.
Nuestra información genética son una serie de interruptores que pueden activarse o no en función de lo que nuestro organismo reciba del entorno.
Según Bruce Lipton autor de “La Biología de la Creencia”, los genes no controlan nuestra biología, sino que estos son controlados por factores externos a la célula, incluidos nuestros pensamientos y creencias.
Partiendo de esta idea, nuestro destino no estaría predeterminado de manera inmutable en el código del ADN. Todo aquello que suceda alrededor de la célula desempeñará un papel fundamental.
Si bien es verdad que nada puede producirse en el interior de nuestro organismo a menos que previamente exista esa tendencia inscrita en los genes, nuestras células pueden escoger entre innumerables opciones para crear nuestro estado físico.
Desde nuestra concepción, los estímulos y agentes externos pueden determinar nuestra salud del futuro.
Los cuidados de la madre durante la infancia, sobre todo los primeros meses de vida, pueden definir algunos rasgos genéticos sobre la manera en que el pequeño afrontará su edad adulta.
Según investigaciones realizadas, cuando una persona recibe cuidados y afecto durante la infancia, muestran un comportamiento más relajado y reaccionan de forma normal ante situaciones de estrés en su edad adulta.
Contrariamente, los que no han percibido el mismo afecto o atención tienden a tolerar menos el estrés, mostrando más nerviosismo y menor capacidad para gestionar situaciones estresantes. Esta teoría no es nada descabellada, teniendo en cuenta que para casi todos nosotros, sentirnos protegidos nos aporta calma y seguridad.
El hipocampo es la región de nuestro cerebro que gestiona las emociones y por tanto donde se archiva toda nuestra experiencia desde la más tierna infancia. Pero, además, esta parte del cerebro juega un importante papel en la forma de reaccionar ante situaciones de estrés.
Para responder al estrés nuestro organismo moviliza sus fuentes energéticas para llevar a cabo la acción. Como resultado de ello, secretamos adrenalina y cortisol (hormonas del estrés). Cuando el peligro percibido ya ha pasado, las hormonas disminuyen, el organismo rehace sus reservas y pasa a estado de reposo.
Estas hormonas para cumplir su función de mensajeras deben unirse a los receptores (“cerraduras”) de las células para comunicarles lo que deben hacer.
Cuando las hormonas del estrés, se unen a los receptores adecuados, estos, como intermediarios pueden interactuar con el ADN de la célula y activar los genes implicados en la respuesta a la situación estresante.
Hay receptores por todo nuestro cuerpo y se activan los que son prioritarios en cada situación. Si tenemos que salir corriendo, la hormona del estrés acudirá prioritariamente a los receptores de los músculos de las piernas.
Cuando la situación estresante ha pasado y ya se ha liberado suficiente hormona, los receptores emiten la señal al ADN para que se desactiven los genes implicados.
Los cuidados de la madre a su hijo influyen en la actividad de un gen que produce receptores de cortisol. La presencia de mimos y atención permiten que el gen esté plenamente activo, ocupando su papel fundamental como “termostato” en el control de la respuesta al estrés. En el caso contrario, al permanecer inactivo, no hay ningún termostato que gradúe la respuesta, con lo cual se vive en un estado de constante estrés.
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